Por eutanasia se entiende el hecho de provocar la muerte para beneficio de la persona. Con el complemento indirecto se quiere excluir la justificación de la eutanasia promovida por las políticas de “higiene racial” de regímenes racistas, como el del nacionalsocialismo, que perseguían eliminar a los seres humanos indeseables para el sistema. De esta manera se hace justicia al sentido etimológico de la palabra eutanasia (i. e. buena muerte).1
Tradicionalmente se ha planteado el problema de la eutanasia como un conflicto entre la vida como un valor en sí o un valor subordinado a ciertas condiciones mínimas de bienestar —resumidas en conceptos como “calidad de vida”, “vida digna” o “vida humana” —, es decir, entre lo que podría llamarse el valor absoluto de la vida o valor subordinado de la vida.2 Asimismo, también se le ha planteado como un conflicto entre el derecho a la vida y el derecho a la libre decisión.
Para dirimir hasta qué punto el conflicto de valores y derechos es relevante para ofrecer una solución al problema, es necesario distinguir las varias formas en que puede tener lugar la eutanasia, a saber:
1.Eutanasia voluntaria (manifestación explícita del paciente de su deseo de morir). 2.Eutanasia involuntaria (falta de la manifestación explícita del deseo de morir por parte del paciente). 3.Eutanasia activa (provocar la muerte por el agente). 4.Eutanasia pasiva (dejar morir al paciente).3
A propósito de las dos últimas, existe la duda sobre si representan una auténtica diferencia entre dos tipos de eutanasia (activa o pasiva), entre hacer morir o dejar morir; porque en ambas se encuentra la misma intención de acabar con una vida, sea por acción o por omisión deliberada. Por ello, es mejor hablar, antes que de intencionalidad en la eutanasia activa/pasiva, de causa directa (activa) e indirecta (pasiva) de la muerte. En la primera se provoca directamente la muerte, en la segunda no se hace nada para mantener con vida a la persona (si bien desde la intención, con ambas se desea el mismo resultado).
Si se reflexiona sobre las dos primeras formas de eutanasia, donde la voluntad es el elemento distintivo, entonces surge la pregunta sobre si es posible respetar la voluntad de una persona en toda situación. Con esto se tiene en mente la dificultad de distinguir entre “creencia” y “hecho”, esto es: ¿cuándo se cree o se sabe con certeza que llegó el momento de respetar la voluntad de muerte de una persona? Las opciones son las siguientes:
1.¿Cuándo la medicina no puede hacer más por la vida del paciente? 2.¿Cuándo el dolor es insoportable para el paciente? 3.¿Cuándo no hay uso de las facultades mentales superiores (cerebro) y no se puede hablar más de vida humana digna? 4.¿Cuándo los resultados del tratamiento médico alargan inútilmente la vida del paciente, puesto que la muerte del paciente se presentará, irremediablemente, poco tiempo más tarde?
Esta dificultad hace necesario explicitar anticipadamente, además del deseo, la descripción de las circunstancias bajo las cuales la vida no tiene valor alguno para el paciente.4 Sin embargo, en este punto cabe preguntar si es posible para cualquiera, incluso para el especialista médico, describir con exactitud estas circunstancias. Frente a los adelantos médicos parece imposible describir con exactitud las circunstancias bajo las cuales una vida acusa irremediablemente falta de valor. Por tanto, siempre habrá un rango de incertidumbre sobre cuándo se han presentado las circunstancias que justifican la eutanasia o realización de la voluntad del paciente.
En el caso de la eutanasia involuntaria siempre faltará una exención de responsabilidad de terceros. Si bien es cierto que la eutanasia pasiva se lleva a cabo muchas veces por razones económicas (cuando los costos de manutención hospitalaria son insolventables por los parientes o el Estado), resulta imposible, desde el punto de vista legal y moral, justificar la eutanasia pasiva e involuntaria, a no ser que se esgrima un humanismo incompatible con cualquier tipo de dolor o sufrimiento inútil y que, por esta razón, anule el valor o dignidad de la vida.
Por ello, antes de siquiera plantear las 4 preguntas anteriores, debería responderse aquélla sobre si se tiene derecho sobre la propia vida, en el sentido de decidir cuándo debe finalizar ésta. Algunos pensarán que sólo Dios puede disponer sobre ella; lo que deja abierto el problema del significado “mi propia vida” y “mi responsabilidad sobre la misma”. Si cada cual no tiene derecho a su vida, sino sólo Dios, entonces la expresión “mi vida” es inexacta y “mi responsabilidad sobre ella” reducida. Si hay una auténtica exigencia de ofrecer razones a favor o en contra de la eutanasia, y, por ello, el planteamiento ocurre fuera del contexto religioso, entonces es necesario aclarar en qué sentido “mi vida” es mía. Existen 4 opciones:
1.¿En el sentido de propiedad privada (como poseer un auto, una casa, etcétera)? 2.¿En el sentido de que a nadie más le incumbe lo que ocurre con ella, excepción hecha del individuo mismo? 3.¿En el sentido de actuar libremente, como se define libertad en el artículo sexto de la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, permitiendo hacer todo aquello que no afecte a terceros? 4.¿En el sentido de tener capacidad de decidir sobre ella a discreción, porque vida y libertad son valores simétricos, donde el derecho a la vida no está sobre el derecho a la libertad?
No obstante, para resolver esta dificultad es necesario responder dos preguntas fundamentales:
1.¿Es la vida siempre un bien? 2.¿Es la muerte siempre un mal?
Una posible repuesta a la primera pregunta dice que la vida es “un valor en sí” desde el momento en que constituye la condición de posibilidad de la libertad. Si opción de elegir sólo es posible en vida, parece que siempre estará por encima de la libertad y, en consecuencia, debe ser respetada y nunca se justifica atentar contra ella bajo el supuesto valor o derecho a la libertad (y consecuentemente, siempre se justificaría alargar indefinidamente la vida en completo sufrimiento, porque ésta es un bien para cualquiera y bajo toda circunstancia).
Esta postura confunde el hecho de “ser un valor en sí” con el “ser condición de posibilidad”. Ciertamente, la condición de posibilidad para elegir es estar con vida; pero no por ello la vida es un valor en sí ni un valor superior al elegir. Análogamente, si una condición de posibilidad para vivir es contar con un aparato respiratorio (nariz, tráquea, pulmones) o un sistema digestivo (esófago, estomago, intestinos), esto no implica que todo ello sea un valor superior a la vida o un valor absoluto.
Antes bien, se puede proponer que el supuesto valor absoluto de vivir depende de que exista el valor de elegir: una vida sin libertad no es digna, como la vida de un esclavo. En este sentido, es considerar al cerebro (o a la capacidad intelectiva para elegir) como un valor absoluto que determina la vida humana, y por eso, cuando no hay actividad cerebral se establece la muerte humana.5
Además, si fuera cierto que la vida es un valor en sí, nunca tendrían sentido expresiones como “una mala vida” o “una vida plagada de males” o “una vida infeliz”, o la diferenciación entre la vida de un criminal y la de un santo, porque la vida siempre se considerará de suyo un bien con valor absoluto. Tampoco cabría pensar que la vida tiene un fin frente al cual pudiera ser evaluada: toda vida sería lograda por el hecho de estar con vida y no habría diferencia entre una vida bien lograda, exitosa o feliz, y otra fracasada o infeliz, desde el momento que toda vida tiene el mismo valor absoluto.
Pero si se entiende que la vida es una condición de posibilidad para elegir, y se distingue entre el valor de vivir y el valor de elegir (o ser libre); entonces, el hecho de poder elegir (y el reconocimiento de su valor) no supone el valor absoluto de la vida. Antes bien, puede decirse que sólo en la medida en que aquello que se elija sea un bien (o beneficie la vida), devendrá la vida algo valioso. Porque se puede tener capacidad racional para elegir la mejor opción y, sin embargo, no llevar a cabo ninguna elección. O, si se tiene a disposición dos cosas a elegir, esto no implica que por ello la vida sea buena, como tampoco que las opciones a elegir sean buenas. La condición “estar vivo”, que ciertamente permite el ejercicio de la libertad, no excluye que la vida misma pueda ser infame o carente de valor.
Por último, puede alegarse que, aun cuando se tome la vida como un bien absoluto, esto no descalifica de tajo la eutanasia, porque puede alegarse que a una “buena vida” corresponde una “buena muerte” (en sentido etimológico de eutanasia).
A la segunda pregunta (¿es la muerte siempre un mal?) se puede responder que la muerte es siempre un mal sólo si se toma a la vida siempre como un bien, o como un valor absoluto. Una vez más: ¿con qué fundamento se hace la afirmación “la vida humana es un bien o un valor absoluto”? (con vida humana se le quiere distinguir de la de animales y plantas). Primero, la afirmación teológica “la vida es un bien o tiene un valor absoluto” admite que la vida tiene un fin frente al cual puede ser evaluada como vida feliz, lograda, exitosa, digna, honesta, productiva, saludable, divinamente redimida, etcétera. Pero entonces, sólo respecto del fin se puede sentenciar que sea o no valiosa y también que tenga sentido elegir la muerte cuando ésta carezca de valor o se aleje irremediablemente de su fin.6
Segundo; estas preguntas plantean el problema lógico sobre la equivalencia de los términos vida y bien (muerte y mal). Si son lógicamente equivalentes, entonces no tiene sentido hablar de mala vida o de vida nociva para la comunidad o vida dañina, vida infeliz. Sin embargo, todas estas estimaciones verbales son posibles porque se puede pensar la vida independientemente del bien o de aquello que sea para ella un valor o beneficio.7
Ciertamente, el valor de la vida puede trascender las miserias que la aquejan, en el sentido de que nadie que sufra en demasía esté dispuesto a suicidarse. Este sería el caso, por ejemplo, de los prisioneros de guerra en campos de concentración que, pese a su situación infeliz, no se dan la muerte. Pero la verdad de esto no establece un vínculo lógico necesario entre los términos bien y vida a la manera que uno entrañe el sentido del otro. Entonces, a ausencia de una conexión necesaria, tendrá relevancia deliberar sobre el beneficio que tiene para cada individuo salvar su vida o propiciar su muerte. El deseo de vivir de los prisioneros u enfermos terminales no determina de suyo el valor de la vida, porque análogamente también puede haber un deseo de muerte que reivindique el valor de la eutanasia. Entonces, sigue vigente el hecho de que un criminal irredento sea, desde el derecho penal de algunos países, un hombre que merezca la muerte, así como el que un enfermo terminal no encuentre legítimamente sentido en salvar su vida (mediante un tratamiento que alargue su tiempo de sufrimiento para horas más tarde morir).
El tipo de vínculo lógico existente entre vida y bien se pone de manifiesto si se considera la vida de animales y plantas. En ellos lo relevante es la conservación de la especie antes que la supervivencia del individuo; lo que significa que hacerle un bien a una planta o a un animal significa hacérselo a su especie. De esta manera, respetar o valorar la vida no significa conservar la vida del individuo: nadie pensaría hacerle un bien a un animal extendiendo su vida con dolor incurable, ya que el dolor permanente altera su calidad de vida normal, necesaria para su supervivencia. ¿Quién negaría con fundamento que, en esta situación, lo mejor es la muerte?
Si se admite que el bien para la vida animal lo es para la especie antes que para el individuo de la misma, y que por ello, bajo ciertas circunstancias, es preferible darle muerte a uno de ellos que alargar su existencia sin su “calidad de vida normal”; entonces, es claro que la vida no está inexorablemente vinculada con el bienestar de los individuos de la especie, tomados por separado o individualmente. Si, por el contrario, se piensa que sí lo está en el caso de los seres humanos, es porque la valoración del individuo es independiente de la vida en sí, y relacionada con el hecho de ser-humano antes que con el hecho de ser-hombre-vivo. Por ello tiene sentido, en algunas morales religiosas, aquilatar el comportamiento de un mártir, que sacrifica su vida por el bien de otro hombre, porque con ello destaca el valor de ser humano, merecedor de sacrificios, antes que el valor de la vida individual sacrificada.
Si es posible destacar el valor individual del ser humano, entonces es necesario destacar la importancia de la consideración particular sobre la propia vida. Es decir, es necesario tomar en consideración el valor particular de cada individuo sobre su propia vida para que ésta sea tenida por un bien. Este es un punto por demás relevante en el caso de la eutanasia voluntaria, porque sólo cuando un individuo considera que su vida no es para él valiosa, se presenta válidamente la disyuntiva entre optar o no por la eutanasia. ¿Quién alegaría tener el derecho a prolongar la vida de un individuo, cuando él mismo ha expresado no querer continuar con la misma bajo determinadas circunstancias?8 Entonces, no es incompatible el valor de vida con el deseo de morir en propio beneficio; o bien porque la vida puede perder su valor benéfico para el individuo o porque la buena muerte forma parte de una buena vida.
El problema de juzgar la decisión por la eutanasia, y la valoración individual de la propia vida, viene de la mano del hecho de ligársele con distintos estados psicológicos —desde el suicida patológico, pasando por el depresivo crónico y el cuadripléjico incurable, hasta el estoico convencido—. Por ello, tiene sentido plantearse el problema de la eutanasia como el problema de determinar cuándo la vida es un bien y cuándo no.
Ya se hizo referencia a la consideración de la vida como valor absoluto que establecería una correspondencia lógica entre los términos bien y vida, donde de ser el caso, no tendría sentido decir que “alguien ha tenido una mala vida” o que “su vida no vale nada”, y por tanto, donde no fuera posible desvirtuarla por el sufrimiento de un dolor crónico, una enfermedad incurable o la ausencia de las facultades mentales. Si, por otro lado, se toman ambos términos como lógicamente independientes, entonces sí es posible pensar que una vida no valga la pena y por ello se justifique eliminarla. En este caso debe ser posible responder a las siguientes preguntas:9
1.¿Qué constituye una vida humana buena o digna de ser vivida? 2.¿Es posible hallar un criterio funcional de vida para decidir si en algunos casos se justifica la eutanasia? 3.¿Es posible pensar en un conjunto de beneficios que aclaren el significado de “vida humana digna” o siquiera “vida humana normal”?
Este problema se complica si no se descarta la perspectiva individual sobre la propia vida y, con ello, la posibilidad de que alguien lleve una vida “plagada de males o dolor” y, sin embargo, desee seguir viviendo de esa manera (incluso cuando se aduzca que este juicio es producto de alguna enfermedad mental).
Con respecto a las tres peguntas enunciadas, puede decirse que el mínimo de bienes humanos que debe acusar una vida son aquellos consignados en la Carta Universal de los Derechos Humanos, como los derechos civiles y políticos, económicos y sociales. Si se acepta que el valor de vida lo otorga el ejercicio de estos derechos fundamentales, entonces una vida sin libertad, en miseria y sin socialización, sería carente de valor, como el caso de la vida de prisioneros, enfermos incurables o ancianos moribundos.
Ciertamente, toda vida humana presenta, por lo general, un mínimo de bienes fundamentales, y, en el caso de que todos estén ausentes, esto —como se dijo— no la convierte ipso facto en un mal ni en algo indeseable; porque o bien se cree que los males son pasajeros o porque no se cree que esto constituya una condición suficiente para optar por la muerte. Entonces, el problema de la eutanasia se debe complementar con el siguiente planteamiento: por un lado, el problema no versa solamente sobre si la vida es buena o mala, sino sobre si existe un derecho inalienable a elegir cuándo ya no se desea vivir, de la misma forma que hay un derecho a vivir. Y, por otro lado, el problema tampoco reside sobre si algunos actos de eutanasia son justificables, sino en el problema de legislar para todos los casos posibles de prisioneros (carecen de libertad), enfermos (carecen de salud), ancianos (carecen de perspectivas futuras), o de todos aquellos que valoren su vida como un mal antes que como un bien y deseen terminar con ella.
Como hacen ver muchos especialistas, el problema de una legislación sobre la eutanasia reside no sólo en el cambio de tratamiento respecto de enfermos incurables, ancianos incapacitados y prisioneros irredentos, sino en la transformación de la actitud social general frente a ellos. Es posible que la legalización de la eutanasia generalice la percepción social sobre la vida sin valor de vida y conduzca a justificar su supresión o a ejercer presión social para reducir su manutención. Por ello, la reflexión sobre la eutanasia debe guiarse por la idea de proporcionar un beneficio para el paciente. Con ello se distingue la eutanasia de todo otro acto criminal o de justicia penal o de abuso social.
Cuando se plantea el problema de la eutanasia, entendida como optar por la muerte en beneficio del paciente, se puede ver un conflicto de derechos, a saber: entre el derecho a decidir y el derecho a vivir. Aquí el término “derecho a” acepta dos interpretaciones distintas, mas no excluyentes: en un caso, la derivada del concepto moral de bondad y, en otro caso, la derivada del concepto jurídico de justicia. A la justicia atañen los derechos y obligaciones mínimos que cada hombre debe respetar en su actitud frente a otro hombre. Estos derechos y obligaciones mínimos son enunciados en forma de leyes que permiten la redacción de contratos, cuyo debido cumplimiento queda a cargo de los respectivos tribunales. Hacer justicia no implica necesariamente que siempre se derive un beneficio individual, porque el derecho se dirige al bienestar general; sea que se trate de la justicia redistributiva, a través del sistema tributario, que quita para dar; sea que se trate de la justicia correctiva, a través del sistema penal, que castiga para reparar.
La bondad, por otro lado, es una virtud moral que nos une al prójimo, favoreciendo su bienestar individual y sin buscar contraprestación alguna. La relevancia de la bondad deviene de la incompletud de todo sistema jurídico y, por tanto, de la posibilidad de que haya algo no exigido por la ley pero necesario para la convivencia humana. Ejemplos de esto sería el deber de los padres de amar a sus hijos, o el deber de una persona de ayudar a otra (excepción de cuerpos profesionales), de expresar misericordia frente al desvalido, de ejercitar la magnanimidad frente al menesteroso, etcétera.
Jurídicamente, la prohibición del asesinato se encuentra legalmente prescrita; el amor, la ayuda, la misericordia, la magnanimidad, no. Sin embargo, todas son necesarias para una auténtica convivencia humana. Esta distinción entre dos posibles interpretaciones de la expresión “derecho a” —una correspondiente al sistema jurídico y otra al sistema moral—, es por demás relevante para la caracterización y justificación de la eutanasia voluntaria, teniendo en cuenta que el derecho defiende la vida prohibiendo matar, pero no prohibiendo disponer voluntariamente de la propia vida en circunstancias determinadas. Quien explícitamente declara no querer vivir sus últimos días con dolor o en un estado inhumano puede esperar, apelando a la bondad del prójimo, que alguien termine con su vida (en el entendido que la distinción entre eutanasia activa o pasiva no es una distinción exhaustiva o de fondo).
La solución al problema de la eutanasia voluntaria, con ayuda del derecho y la moral, considera la diferencia entre respetar y ejercer un derecho en sentido de la justicia y la bondad. La justicia está inexorablemente conectada con las leyes, en el sentido de que cuando se actúa injustamente se infringe una ley y sobreviene un castigo. Como se dijo, el derecho no vela por el bien individual, sino colectivo; por ello no vela por las expectativas de calidad de vida de cada persona. Sin embargo, puede en el caso del derecho a la vida imponer el deber general de no matar y conceder el derecho a disponer de la propia vida en circunstancias determinadas, como:
1.Manifestación anticipada y voluntaria de no desear continuar con vida bajo circunstancias determinadas. Estas pueden ser: a.Padecer una enfermedad incurable, dolorosa, que provoque sólo sufrimiento. b.Encontrarse en estado terminal. c.Considerar a la propia vida como un mal antes que un bien.
Si bien el derecho no obliga a nadie a terminar con la vida indeseada, puede permitir, apelando a la bondad de alguien, atender a las expectativas de calidad de vida de una persona en particular y procurar su finalización. Así se resolvería el conflicto de derecho a la vida (sentido jurídico) y derecho a elegir sobre la vida (sentido moral).10
El Código del Sistema Penal en la actualidad procedió a adecuar esta conducta al Homicidio piadoso con una pena de prisión de 1 a 3 años incluso llegando al perdón dependiendo las causas, sin dar mayores luces ni siquiera de cuales serían los pasos a seguir para determinar las causales para aducir este hecho.
Art. 133- HOMICIDIO PIADOSO
I. La persona que, por móviles piadosos, determinantes y apremiantes, a instancia del interesado, a fin de acelerar la muerte inminente o de poner fin a graves padecimientos o lesiones corporales probablemente incurables, provoque su muerte, será sancionada con prisión de uno (1) a tres (3) años.
II. La jueza, juez o tribunal, de acuerdo con las circunstancias particulares del caso, podrá eximir la sanción.
NOTAS: 1 Ricken, Friedo, Allgemeine Ethik. Kohlhammer Verlag, Stuttgart, 1998, p. 62. 2 Dastur, Franҫoise, La muerte, ensayo sobre la finitud, Editorial Herder, Barcelona, 2008, p. 27 y ss. 3 Op. cit., nota 1, p. 195 y ss. 4 Idem.
5 Ibidem., p. 190.
6 Idem.
7 Ibidem., p. 105 y ss.
8 Sobre el problema de definir o describir las ‘circunstancias determinadas’ ver infra.
9 Op. cit., nota 1, p. 147.
10 Idem.